DOS MIL DOSCIENTOS METROS SOBRE EL NIVEL DEL MAR SE ENCUENTRA EL PARAÍSO

Gabriel Vera Baeza

sinopsis

 “Con su lograda prosa poética, el autor nos adentra a un contexto social de los años sesenta, época de la migración de familias provenientes de estados de la república a la capital mexicana, con el anhelo de llegar al paraíso, el sueño prometido por Huitzilopochtli a los aztecas al salir de Aztlán. 

En las primeras páginas, el autor nos narra la muerte de Ismael, un joven humilde, valiente; amante de los juegos de canicas y de las tocadas, con un espíritu aventurero que lo guía a su destino, a su trágico final a manos de una pandilla. Lo que parece el desenlace es más bien el punto de partida para entrelazar la historia de los padres.

La narrativa nos lleva de la mano a conocer los pensamientos, sentimientos y vivencias de la familia de Ismael, que se desenvuelven junto a los remolinos de polvo y en casas techadas de cartón. 

Es una historia con un inventario del pasado, un plano al paraíso; la muerte, la vida, el anhelo de un mejor mañana”.

2200 metros sobre el nivel del mar se encuentra el paraíso

La cinta era subtitulada. Debido a su escasa habilidad lectora le costaba trabajo seguir la secuencia de las letras, que aparecían y desaparecían a velocidades arbitrarias en la parte baja de la pantalla. A pesar de ello, hacía grandes esfuerzos por leer diálogo por diálogo y tratar de relacionarlos con la voz que los emitía en un lenguaje original, para él desconocido. Sus amigos le comentaron, posteriormente, que era francés; dificultad aparte le representaban algunos párrafos cuyo significado ignoraba. Por ejemplo, cuando se referían a algún punto geográfico o hablaban sobre tipologías marítimas; aun vocablos de contenido sexual le eran inéditos. Por primera vez supo que la raja también se llamaba clítoris; lo identificó porque cuando dicha palabra apareció dentro de una oración en la pantalla, la protagonista, semidesnuda, aparentemente tenía sexo y en ese momento un grito clandestino en la semipenumbra expresó: “Le están matando el oso a puñaladas”. Esa frase vulgar y poderosa le hizo sentir escalofrío en el cuerpo y pudor que le calentaba la cara. Parecía que hubiera sido él quien había enunciado el acto erótico con vigorosos vocablos. Pero alguna vena moral, congénita, también le hacía apenarse, hundirse en la butaca, condenar al atrevido que mancillaba con lengua viperina la magia del amor.

Aquella era la primera vez que visitaban un cine para adultos; ya de tiempo atrás lo anhelaban. Ricardo les había contado que su hermano mayor iba seguido. Le recomendó acudir antes de que le salieran pelos en la mano, aunque al mismo tiempo puso en duda la posibilidad de que lo dejaran entrar debido a la minoría de edad: “En una de esas hasta al bote te llevan por chamaco calenturiento”, le dijo. A partir de ahí, se dedicaron a idear la manera de ir al cine. Ricardo propuso que se pintaran bigote y fingieran una voz grave a la hora de comprar los boletos e ingresar. José sugirió le pidieran a un adulto les adquiriera las entradas y sobornar al vigilante. A él le dijeron: “Ya, pinche Amantis, tú no aportas nada”.

Una noche, Ismael soñó que iba al cine de adultos y la actriz principal le decía: “Te deseo”, ofreciéndole los pechos desnudos. Al acto despertó sin poder culminar una caricia a la voluptuosidad ofrecida.

Finalmente, completaron para las localidades y el pasaje. Un disparejo decidió quién tendría la gloria del ingreso o terminaría en la cárcel por chamaco calenturiento. Nadie puso objeción en permitir su acceso a la sala. Después de unos veinte minutos de proyección y de la lucha siguiendo los rotulantes diálogos, la protagonista fue despojada del sostén por el galán; los senos fueron acariciados para completar su sueño, pues eran sus sudorosas manos las que recorrían la mórbida piel. Todavía camino a su casa, apretujado en el camión guajolotero, iba recordando a Sylvia Kristel, recostada, desnuda, con las piernas abiertas, ofreciendo el clítoris, siendo asesinado su oso a puñaladas.❞

 

En el viacrucis no faltaron zarzas rasgando sus andrajos y piel, un sol quemante que le achicharraba la sed, el agarrotamiento de las piernas provocando un avance lento. Finalmente, al atardecer, vislumbró el asentamiento. Poco antes de traspasarlo, vio a un hombre que recogía pastura con una hoz, se acercó para pedirle un trago de agua y a unos pasos identificó a su agresor sexual; en segundos se le abalanzó gritando:

—¡Ya te cargó la chingada!

Y la daga, producto de un intercambio, penetró varias veces ese cuerpo: febril, erecta, viril, sanguinolenta. Descargando una bilis acumulada por años, un recuerdo oculto entre litros de aguardiente, un deseo de venganza agazapado en el subconsciente en espera del momento eyaculatorio. El sujeto no se movía, no se movió nunca durante el ataque, quedó paralizado de miedo como él cuando los papeles estaban intercambiados. Se dejó acuchillar como si el acto también para él fuera una catarsis. Ahora todo estaba hecho, era necesario huir.❞

 

Nunca en la vida había sentido tal dolor; el de parto culminaba en la expulsión del fruto que traía una doble felicidad; primero el cese paulatino de las dolencias que empezaba justamente a partir de allí, el segundo con el milagro desprendido desde las entrañas, quizá una dualidad sadomasoquista, vínculo sagrado signado con vísceras, sangre, desgarramientos, llantos y placer: nacimiento de un ser con un provisional destino de salvador, jamás de villano.

Ahora, con la muerte de Ismael, de nuevo la compunción se regodeaba en ella, no en la cintura, ni en la cadera, no en el desmembramiento de los huesos, ahora la aprensión desgarraba las células más sensibles de su espíritu y no existía la posibilidad del desembarazo, un instante visto a la distancia desde el cual definir que el sufrimiento iría menguando.

“¡Mataron a su hijo!” No fue una oración calumniosa, una burla, un morbo. Fue una voz desesperada en la incredulidad de la noticia que portaba y que significó el más violento golpe que había recibido en la vida. Por instantes no supo cómo reaccionar; las órdenes emitidas por el cerebro eran contradictorias para el cuerpo; caóticas entre decisiones, correcciones y arrepentimientos, a modo que parecía estar inmersa en una incoherente danza. Finalmente corrió llorando, dejándose conducir hacia el sitio donde había caído Ismael.

 

 

 

ficha técnica

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